¡Sí, mi capitana! Capítulos 1-5

Con un poco de retraso, porque quería añadir también las versiones para libro electrónico, aquí os presento el extracto de ¡Sí, mi capitana!: La leyenda del monstruo marino. 🙂

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¡Sí, mi capitana! es una novela escrita por Diana Gutiérrez e ilustrada por Sara Pérez, publicada en 2016 por la editorial Café con Leche. Podéis comprar el libro completo aquí. La historia está inspirada en la historia real de las mujeres piratas Anne Bonny y Mary Read.

Lo que sigue son los cinco primeros capítulos. No me hago responsable de lo que pueda ocurrir si los lees en el trabajo o si esperas una dulce historia romántica con los mares del Caribe como fondo. Aquí se cortan miembros, se bebe ron hasta perder el sentido y a las muchachas malas (y a los muchachos, y al resto) se las engancha del collar a una pata de la cama.

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«Cuenta la leyenda que los mares del Caribe estuvieron poblados por los personajes más pintorescos durante los siglos XVII y XVIII […]. Entre ellos, los piratas eran de los más temidos y a la vez los más fascinantes. Se dice que la famosa pareja de piratas compuesta por Jack Rackham y Anne Bonny, descrita ya en Johnson, 1724: 75, celebró a bordo de su barco una orgía compuesta por nada más y nada menos que 70 personas entre mujeres indígenas y marineros. Otro rumor fue que Mary Read, quien viajó durante un tiempo con ellos disfrazada de hombre, logró ocultar su sexo en algunas de las situaciones […] más comprometidas imaginables».

C. L. Dodgson, Una historia jugosa de la piratería (1876)

1

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Los piratas habían caído sobre ellos por sorpresa. Habrían tenido tiempo para evitarlos, quizá, si hubieran actuado apenas el vigía dijo: «¡Barco a la vista!», pero el capitán había reaccionado con su flema habitual. Tomó el catalejo y observó. La figura sobre las aguas apenas se distinguía a través del banco de nubes.

—Parece un barco mercante —afirmó—. Esperaremos hasta que veamos las cosas más claras. Quizá podamos cambiar algunos arenques ahumados por algo de rapé.

El rapé tenía la culpa de todo, pensó Mary Read mientras subía a toda prisa las escaleras a cubierta. Nunca, jamás en su vida, pensaba fumar, y su padre había hecho bien advirtiéndole de los vicios del tabaco desde una edad muy temprana. De otro modo, seguramente se habría sentido tentada a probarlo… igual que otras cosas.

Delante de ella se abrió una puerta con violencia y un soldado de uniforme azul emitió el último gemido mientras caía hacia atrás. Mary dio un grito y se apartó. El cuerpo del soldado la rozó y se deslizó hacia abajo por las escaleras, empapando la pared y el suelo con su sangre.

Desde cubierta, alguien emitió un sonido de victoria mitad humano, mitad animal; Mary miró hacia arriba y se encontró con los ojos de un ser innombrable, tosco y mal afeitado, con un pañuelo ceñido a la cabeza y gruesas cadenas de oro salpicadas de sangre en torno al cuello. Con horror, Mary distinguió la lascivia en aquellos ojos.

Entonces se oyó un disparo y Mary gritó por segunda vez cuando los ojos se volvieron vidriosos y el pirata cayó hacia adelante, directamente sobre ella. Mary sintió el último estertor del hombre contra su pecho mientras se apartaba del cuerpo y lo dejaba caer sobre el del soldado. Para todo lo que había acariciado la idea en los últimos meses, besando a un joven abogado aquí y dejándose tocar por un mozo de las caballerizas allá, no había esperado que la primera vez que tuviese un hombre encima fuera tan desagradable.

—Vengan por aquí, rápido. —El contramaestre del barco asomó la cabeza por la puerta.

Su pistola todavía humeaba y tenía la amplia frente empapada de sudor. Mary se apresuró a recogerse la falda para sortear los cuerpos y subir los últimos peldaños. Tras ella, su padre resoplaba y gemía. Mary sabía que no estaba hecho para esas cosas; era un hombre tranquilo, bien entrado en los cuarenta, que se pasaba el día entre astrolabios y pergaminos con cálculos matemáticos.

En cubierta los hombres luchaban por doquier. Mary vio a varios soldados de la Armada combatiendo contra un grupo de hombres en camisa, uno de ellos descalzo; escuchó otro grito y vio derrumbarse contra la borda al cocinero, que les había servido el desayuno ese mismo día.

—Señorita, ¡no mire! —la regañó el contramaestre—. Corra por el lateral hasta popa y no se detenga. Sir Read, ¿se encuentra usted bien? ¿Cree que podrá hacerlo?

Sir Read, el padre de Mary, se llevó la mano al pecho entre jadeos.

—Creo… creo que sí.

—Inténtelo. Allí los espera el capitán. —El contramaestre se deshizo de un pirata de un gallardo golpe de sable—. Yo me reuniré con ustedes en breve.

Mary compartió una mirada angustiada con su padre. Por alguna razón, supo que había algo de despedida en ella: un deseo sincero de que el otro se encontrara a salvo, al margen del destino que cada uno pudiera sufrir.

Ambos echaron a correr con la cabeza baja. De pronto, un pirata se interpuso entre ellos. Mary lo esquivó y siguió corriendo, pero, al girar la cabeza, vio que su padre no había tenido tanta suerte. El pirata lo había acorralado; un oficial de la marina vino en su defensa. A trompicones, Sir Read logró apartarse de ambos.

—¡Padre! —gritó Mary.

Sintió unos brazos fuertes que la sujetaban por detrás y la levantaban por los aires. Gritó y pateó, pero sin éxito. Finalmente inclinó la cabeza y mordió la mano morena que la sujetaba; alguien soltó un juramento y la lanzó contra el suelo. Mary se golpeó la cabeza contra un hierro y por un instante no vio nada; luego, poco a poco, volvió a recordar dónde estaba.

Se puso en pie como pudo y, sorteando charcos de agua y sangre, se dirigió a donde pensaba que estarían los botes de salvamento, pero había demasiada gente en medio. Entre brazos y espadas levantadas, logró distinguir la mano de su padre, que la llamaba desde la chalupa del capitán. Escuchó gritos y un disparo…

La muralla humana se agitó como una ola y se arrojó sobre ella.

 

2

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—Y bien, Klaus, ¿qué noticias tenemos hoy? —preguntó el gobernador.

El vicegobernador Klaus guardó silencio. Sabía que aquello no era más que una pregunta retórica en el conjunto de actividades de aseo semanal del gobernador. Los jueves solía enfrascarse en cuidados tan estrambóticos como un baño en una tina de agua caliente y una limpieza de orejas mientras la esclava más bella le cortaba las uñas. Klaus se ensalivó un dedo y pasó la página del periódico Colonies Daily para leer la sección de deportes, mientras el gobernador le dirigía una mirada inquisitiva.

—¿Klaus?

—¿Sí, excelencia?

—Te he hecho una pregunta.

—Ah. —Klaus se resistió a dejar a medias la noticia sobre el estupendo gol de Lionel Bessie—. No hay muchas novedades. Un enfrentamiento con un galeón español en el Estrecho de los Vientos, frente a las costas de Tortuga. Fue interrumpido por la aparición de diplomáticos franceses, que hábilmente lograron desviar la conversación a los enredos de cama de Felipe V y si es cierto o no que el Animosísimo no puede pasar sin sexo ni un solo día.

—¿Cómo acabó la cosa?

—Creo que se emborracharon en la isla y cada bando cantó su versión de Mambrú se fue a la guerra hasta quedarse afónico. En cualquier caso, los ingleses se retiraron cuando sonó la campana de la taberna.

—Bien. —El gobernador levantó un pie desde la tina de agua, que la esclava tomó entre sus manos y masajeó—. ¿Qué hay del comercio?

—A Maguana arribó una nave cargada de trigo, joyas y cerdos. Por ese orden —contestó Klaus de mala gana, mientras trataba de seguir con un ojo la noticia del gol—. Decían que sus productos provenían del comercio legal, pero varios reconocieron en ellos las posesiones de una familia noble que se había asentado en Bahamas hacía ya varios años. Habían tratado bastante mal a sus esclavos, así que el trigo se vendió, las joyas se repartieron y los cerdos se los enviaron de vuelta junto con un montón de esclavos cabreados. Parece que, ahora, el cerdo que está en el rol de cabeza de familia lo hace bastante mejor.

—Interesante. ¿Y la piratería?

Klaus suspiró.

—Sin noticias reseñables. Bueno, quizás una: Calicó Jack y su amante abordaron un buque de la Armada…

—¡De la Armada!

El gobernador se irguió, desnudo, y la esclava se apresuró a cubrirlo con una toalla de paño. Klaus lo miró por encima del periódico.

—Eso es grave —dijo el gobernador mientras la esclava lo frotaba como a un pollito—. Ningún pirata había sido tan temerario hasta ahora. ¿Cuál fue el resultado?

—Perdieron a casi todos sus hombres y hundieron el galeón.

—Ah, menos mal.

—Me refería a la Armada, su señoría.

El gobernador abrió la boca para contestar, pero no pudo. La esclava se hizo un hueco discretamente para secar las partes pudendas del gobernador; Klaus volvió a echar un vistazo al cuerpo voluptuoso y arrodillado de la muchacha y deseó estar en el lugar de su jefe. Con semejantes alicientes, hasta él se daría un baño cada semana.

—¿No sería ese barco el que llevaba a bordo al famoso científico, Marcus Read?

Estaba visto que no le iban a dejar leer, pensó Klaus. Dejó el periódico a un lado y se puso a cargar una pipa.

—Aún no está claro, ilustrísima. He enviado mensajes por el servicio de gaviotorreos a las islas cercanas, pero tardarán en contestar. El servicio tiene muchísimos usuarios estos días y está colapsado. Aun tras la repoblación, aseguran que no hay suficientes gaviotas en todo el Caribe para hacer frente a la demanda, pero puede ser que nos equivocáramos con la concesión.

—Me pregunto —dijo el gobernador, que cogió sus doradas lentes de la mesa y se las puso en equilibrio sobre la nariz—, si los muy bribones no se habrán enterado de la misión que le había encomendado su majestad. Semejante descubrimiento no puede caer en las manos de unos asesinos salvajes. Tenemos que pararles los pies lo antes posible.

—¿Cómo sugiere hacerlo? Le recuerdo que los fondos no están últimamente para grandes alegrías.

Otras esclavas habían entrado en la habitación y estaban recogiendo la tina de agua del gobernador. Klaus observó los grandes y bamboleantes pechos de una mientras se agachaba y llegó a la conclusión de que no valía la pena pasarlo tan mal todos los jueves solo por la esperanza de conseguir un aumento de sueldo. Él sí que necesitaba una alegría, antes o después. Por su parte, el gobernador seguía pensando.

—¿Cuál es el nombre de ese cazarrecompensas? El que apresó a Charles Vane antes de caer en desgracia.

—Barnet, su gracia. Capitán John Barnet.

—Ofrécele una recompensa de trescientos reales de a ocho si nos trae la cabeza del pirata… ¿Qué pasa? ¿Hay algún problema?

—Señor, por ese dinero yo no le traería ni una ceja.

—¡Oh! —El gobernador se dejó caer en una silla; las gafas le resbalaron por la nariz y, por un instante terrible, Klaus tuvo una visión de unos testículos gruesos y peludos y un pene que apuntaba hacia él, pero el gobernador se colocó bien la toalla y el horror disminuyó—. Bueno, está bien. ¡Que sean dos mil! Enviaremos un mensaje a su majestad, tendrá que entenderlo. ¿Puedes encontrar a ese Barnet?

—Su magnificencia —Klaus contuvo una sonrisa y se levantó—, confíe en mí: no me llevará más que unas horas.

Hizo una reverencia, encendió la pipa y salió de los aposentos del gobernador con ella en la boca, canturreando entre dientes, satisfecho de haber concluido la reunión y poder dedicarse a asuntos más urgentes.

 

3

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Cuando Mary Read despertó, un rayo de sol le daba directamente en la cabeza. El cielo, que había amanecido nuboso, estaba ahora despejado y un azul casi insultante se extendía de horizonte a horizonte. Mary se giró y levantó un brazo para protegerse del sol. Notó que el suelo se movía bajo ella y se incorporó.

Ahogó un grito.

Se encontraba en una jaula de hierro suspendida a más de veinte metros del suelo. No reconocía el barco a sus pies; tras unos segundos, se dio cuenta de que se trataba del bergantín pirata, por cuya cubierta pasaban algunos hombres, pequeños como hormigas.

Sintió vértigo y se agarró con fuerza a los barrotes de la jaula. Vio entonces la ondeante bandera negra casi a su altura, con una calavera y dos sables cruzados debajo, y tuvo ganas de vomitar.

—¡Socorro! —gritó sin pensarlo—. ¡Que alguien me ayude, por favor! ¡Auxilio!

Le llegó un cloqueo de abajo. Parecía que los piratas se estaban congregando bajo su jaula. Fue consciente de que había perdido algo de ropa desde su desmayo. Alguien se había llevado su vestido, dejándole solo el camisón interior y las gastadas medias grises. Para Mary, aquello era casi más obsceno que encontrarse desnuda, y se deshizo en sollozos.

—¡Nadie va a ayudarte! —berreó alguien.

¿Qué habrá sido de mi padre?, se preguntó Mary, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. ¿Estará bien? ¿Habrá logrado escapar? Menos mal que no podía verla en su actual situación; aunque siempre había sido comprensivo con ella, estaba segura de que, una vez más, atribuiría sus circunstancias a su alocada sangre materna. ¿Y si lo que le ocurría era todo un designio divino, un castigo por su comportamiento indecente? ¡Pero no quise hacer daño a nadie! De hecho, había hecho feliz a más de uno…

Sintió movimiento a su derecha y se llevó un susto tremendo cuando miró y vio a su lado un rostro de color café con leche, con labios gruesos y una negra cicatriz de la frente a la barbilla.

—¿Quién eres? —balbuceó.

—Soy Nadie.

Mary se quedó perpleja mientras Nadie trepaba como un mono a la parte superior de su jaula e intentaba desatar los nudos de las cuerdas que los sostenían.

—Ese desastre de Knotman —gruñó—. Esto se acabó. En la próxima votación propondré acabar con la contratación de personal nuevo a distancia.

Mary observó cómo el hombre sacaba una daga de la cintura. Pensó que no se atrevería, pero el pirata se sujetó al techo de la jaula y, con un par de cuchilladas, cortó una de las cuerdas. Mary emitió el grito más agudo de su vida mientras se precipitaba al vacío; la velocidad la empujó hacia arriba y se encontró flotando en el aire, mirando directamente a Nadie. El rostro del mestizo era severo, pero en sus ojos brillaba una chispa de diversión.

Con una sacudida, la jaula aminoró su caída y descendió los últimos metros hasta posarse suavemente en cubierta. Nadie bajó al suelo y Mary, jadeando, se quedó tumbada hecha un guiñapo. Los piratas se arremolinaron alrededor de los barrotes; Mary pensó que eran como lobos acechando un cordero.

—¡Qué linda es! Tiene el pelo oscuro y frondoso, como a mí me gusta —dijo un pirata grueso y colorado.

—No puedo creerlo, compañero. Tienes a una mujer medio desnuda frente a ti, ¿y te fijas en el pelo? —A su lado, un pirata con el rostro surcado por cientos de cicatrices soltó algo parecido a una risotada con gotas de saliva, y deslizó la mirada por el cuerpo de Mary—. Lo que de verdad importa de una mujer son los ojos. ¡A mí me pirran los ojos negros!

—Madre mía. Luego soy yo el rosa de pitiminí —añadió un tercero, apuesto y bien plantado, pero con un ceño marcado.

Se oyó un revuelo a sus espaldas y los tres piratas miraron hacia atrás.

—¡Abrid paso al capitán! —dijo alguien.

Los piratas dieron unos pasos hacia atrás para dejar sitio. Delante de Mary apareció el hombre más extravagante que había visto nunca: por su tricornio, negro y emplumado, con el dibujo de una calavera, estaba claro que era un pirata. Sin embargo, su aspecto habría sugerido más bien un artista de circo. Tenía el cabello largo y negro, recogido en varias coletas en torno a su cabeza; un bigote y una barba recortados y aceitados con sumo cuidado; y aunque parecía mayor que ella, su piel, pese a las cicatrices, era tersa y tostada. Pero lo más destacable, sin duda, es que sus ropajes eran de todos los colores. Camisa azul de seda, pantalones naranjas apenas desgastados, cinturón negro y dorado, botas plateadas, una capa roja a los hombros y un chaleco de un color verde tan vivo que Mary creyó que le iban a sangrar los ojos.

El hombre colorido la contempló con unos ojos divertidos del color del café más negro de La Habana. Luego hizo una reverencia tan profunda que su tricornio barrió el suelo.

—Señorita, me alegro mucho de que os encontréis mejor. Permitidme que me presente. Soy el capitán Jack Rackham, también conocido en estos mares como Calicó Jack. Seguramente ya hayáis oído hablar de mí.

Mary negó con la cabeza, tratando de taparse. La sonrisa del pirata se borró.

—¿No? ¿Está segura? ¿Ni un poquito?… En fin, qué duro es este oficio. Le informo, pues, de que soy pirata por vocación y no por necesidad; en particular, las cosas que más me gustan del mundo son las mujeres, la gloria y el dinero. Aunque en ocasiones puede alterarse el orden. —Jack se aproximó un poco más a la celda, puso una larga mano bronceada sobre uno de los barrotes y recuperó su sonrisa seductora—. Desde hace años dirijo a la tripulación de este hermoso bergantín en el que ahora se encuentra, de nombre el Vanidoso, y he sobrevivido a motines, ataques de españoles y múltiples mociones de censura.

—La última todavía está pendiente —gritó alguien.

—¡La última se dio por desestimada cuando el candidato de la oposición fue devorado por los tiburones! —ladró Jack—. Así consta en las actas. En fin, señorita, ya le he hablado de mí, pero ¿puedo saber cómo se llama usted?

—Mary —murmuró ella—, Mary Read.

—¡Mary! Qué nombre más bonito —susurró el pirata, que metió la mano por entre los barrotes y tomó la suya—. Enchanté.

Mary sintió los labios del pirata en el dorso de su mano y se sonrojó. Aquel gesto era algo más que un beso educado. Los labios de Jack estaban húmedos y suaves, y sintió la punta de su lengua entre los dedos índice y corazón. Algo se despertó por debajo de su camisón y comenzó a sentir un cosquilleo en el vientre; no habría pensado que la sangre materna volvería a fluir tan pronto… y desde luego, no en aquellas circunstancias tan embarazosas.

De pronto se oyó otra voz por encima de las cabezas de los piratas.

—Es la hija del científico, bobo. La escuché llamarle «padre» cuando intentaban huir.

Los piratas miraron hacia arriba; Jack le soltó la mano. Se apartaron, una vez más, para dejar paso a una persona que se descolgaba desde una de las cuerdas de la nave, con un cofre bajo el brazo. Llevaba el mismo tricornio que Calicó Jack y se comportaba con igual arrogancia, pero vestía con más sobriedad. Llevaba camisa blanca, chaleco azul marino y botas de tela marrones. De su sombrero brotaba una cortina de cabello rojo como el fuego y, cuando miró a Mary, esta vio que tenía unas pestañas largas y suntuosas. Solo entonces se dio cuenta la muchacha de que aquel pirata venido de los cielos, con cabellos de demonio y rostro de ángel, era sin duda una mujer.

—Así que tu padre es Marcus Read —dijo el demonio, acercándose a Mary. Su voz era clara como el tañido de una campana—. ¿Sabrás decirnos qué buscaba un investigador natural como él, viajando en un buque de la Armada a través de una zona infestada de piratas?

Mary tragó saliva. Aquella mujer parecía tener cierta idea de la misión; no tenía sentido mentir.

—Buscaba huellas de una criatura que algunos exploradores han documentado por estos mares —respondió—. Hay quien dice que es un monstruo de tiempos antiguos. Otros piensan que es algo parecido a un genio del mar y que trae suerte a quien lo encuentra.

—¿Y cómo se llama esa criatura?

—El snark.

Un murmullo se elevó a través de las filas de piratas. Calicó Jack dirigió una mirada nerviosa a la mujer pirata, que a su vez se apoyó contra los barrotes de la jaula y taladró a Mary con la mirada. La muchacha tragó saliva. La mujer tenía los ojos verdes con vetas marrones; eran menos amistosos que los de Jack Rackham, pero relucían con una turbulencia seductora. Mary pensó que eran los ojos más bonitos que había visto nunca.

—¿Y no es cierto —preguntó la mujer— que ese snark custodia un tesoro inmenso, el mayor de todo el Caribe, escondido en sus tiempos por el pirata Barbavioleta?

—Eso ya escapa a mi conocimiento —murmuró Mary—. Le he contado todo lo que sé por mi padre.

—¡Hum! —dijo la pirata—. Se nota que eres una chica leída. Jack, deberíamos ponerla a interpretar toda esta sarta de sinsentidos que he encontrado en el camarote del viejo —abrió el cofre y agitó un montón de documentos en los que Mary reconoció la letra de su padre—. Puede que en ellos se encuentre más información sobre el tesoro.

—¿Qué ha sido de mi padre? —preguntó Mary.

—Ni lo sé ni me importa, niña. Tuvo mejor suerte que tú y logró escapar junto a esos valientes oficiales en la chalupa, pero les metimos un par de cañonazos, así que no me extrañaría que a estas alturas fueran pasto de los tiburones.

Los ojos de Mary volvieron a llenarse de lágrimas. Jack se dio cuenta y regañó a la mujer.

—Bonn, cariño: Mary parece una chica muy sensible, y tú ni siquiera te has presentado.

—Es una prisionera, ¿no es cierto? —respondió la pirata—. Creía que tú eras partidario de arrojar a los prisioneros al mar para ahorrar gastos.

—Depende de cuáles. Esta te la había guardado con todo mi afecto. —Jack extendió la mano y enredó dos de sus largos dedos en la melena castaña de Mary—. Pensé que te haría ilusión tener una nueva mascota. Os presento: estimada Mary, esta de aquí es Anne Bonny, la pirata más temida de los siete mares y mi compañera sentimental, empresarial y sexual. Sobre todo, sexual.

Mary sintió un nuevo chisporroteo entre las piernas y se encogió cuando la mujer se volvió a mirarla otra vez y examinó su cuerpo de arriba abajo. Se había topado con muchos hombres que la habían desnudado con los ojos, pero… ¿una dama? ¿Podía una dama, por muy pirata que fuese, mirar a otra señorita de forma que esta última sintiera que hasta el camisón le sobraba bajo el sol del trópico?

—Tú lo que eres es un liante. Si tienes miedo de ir a buscar al snark…

—¿Miedo? ¿Yo? —Calicó Jack sacó la mano de la jaula y levantó los brazos—. Eso es una terrible mentira. ¿Cuándo te he dicho yo que no estoy contigo en esto?

—Tampoco me has dicho que lo estés —dijo Anne Bonny, y se volvió hacia la tripulación—. ¡Oídme todos, perros sarnosos! Vamos a poner rumbo a babor y a estudiar estos papelotes. ¡Buscamos al snark, el monstruo legendario, para arrebatarle el tesoro que custodia! Lo cazaremos, le daremos muerte y nos llevaremos sus joyas y sus doblones. ¡Algunos de los nuestros morirán en el intento, pero no desistiremos hasta lograrlo! Todo el que no esté de acuerdo, que aproveche para arrojarse por la borda ahora: ¡no será nada en comparación con lo que le haré yo si deserta más adelante!

—Es todo dulzura, ¿verdad? —le susurró Jack a Mary, que aún no salía de su asombro—. Siempre me han gustado las mujeres fuertes.

—¡Aquel que toque a esta mujer —Anne Bonny sacó su espada y señaló a Mary con ella— será azotado, desmembrado, enterrado y abandonado a su suerte para que se ahogue con la marea o sea pasto de los cangrejos!

—Le has caído bien —susurró Jack—. Es un poco celosa, no puede evitarlo.

—¿Te quieres callar? —gruñó Anne Bonny—. Llévatela y encárgate de que le pongan el traje de mascota. Yo bajaré en cuanto termine con el recuento del pillaje.

—Sí, mi capitana —dijo Calicó Jack.

Sacó una llave del bolsillo naranja, la metió en el candado de la jaula y abrió la puerta con un chirrido. Mary lo miró mientras le ofrecía la mano y le guiñaba rápidamente el ojo.

—Vamos, pajarito.

 

4

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Klaus entregó el sombrero y la espada a la señorita de recepción, que lo miró de arriba abajo. Mascaba tabaco como un marinero, pero sus pechos eran blancos y generosos y el corsé con el que iba vestida no dejaba mucho a la imaginación. A cada rato se lo recolocaba, justo a tiempo para evitar que un pezón se escapara por encima y tuviera a un cliente demasiado entretenido para el dinero que había pagado. Él suponía que su función principal era hacer de escaparate.

—Señor Klaus, tiene usted un código de descuento —dijo entre dientes; Klaus tuvo que hacer un esfuerzo para entenderla—. ¿Desea canjearlo ahora?

—Prefiero guardarlo para otra ocasión.

—Bien, dígame qué va a ser hoy. ¿Nadine? ¿Juanita?

—Françoise, si es posible.

—Una de Françoise. ¿Algún extra? ¿Anal? ¿Lluvia dorada?

—Estándar.

—Perfecto. Siéntese un momento, señor Klaus, enseguida la llamo.

Klaus esperó hasta que apareció Françoise. Era una chica joven, no especialmente agraciada, pero risueña y con buena figura. A Klaus le gustaba porque hablaba poco inglés y no le molestaba cuando se metía con ella en la cama y abría con los dedos el húmedo y cálido agujero de su vagina para metérsela. Muchas de las chicas de aquella casa tenían la molesta costumbre de confundir a los clientes con comadres a los que trasladar su verborrea.

—Françoise —dijo Klaus en voz baja, mientras se alejaban del brazo en dirección a las habitaciones—. ¿Está aquí hoy el capitán Barnet?

—¿Barnet? Oh, oui, monsieur. Está con María en la habitación del fondo.

—Vamos a entrar un momento.

—Pero, monsieur —protestó Françoise—, eso no es educado.

—Solo será un momento —dijo Klaus y, tirando de su compañía, giró el pomo del dormitorio.

La pareja sobre la cama apenas interrumpió sus movimientos para mirarlos. La mujer, tendida sobre su espalda con las piernas abiertas, era una negra impresionante de lo más profundo de la Hispaniola. La única vez que había estado con ella, a Klaus le había parecido excitante pero excesiva, tanto por sus enormes pechos y caderas como por sus manifestaciones de placer y la profundidad de su vagina, húmeda y glotona. Sin embargo, el hombre que tenía encima no parecía achantarse; musculoso y ancho de espaldas, se movía con la regularidad de un soldado, clavándole la polla hasta el fondo. Ella miró a los ojos de Klaus y le dedicó una media sonrisa.

—Vicegobernador Klaus —dijo el hombre sin volverse.

—Capitán Barnet —saludó Klaus a su vez. Cerró la puerta y comenzó a desnudarse—. He venido a tratar un asunto con usted.

Barnet se puso de rodillas y levantó a María por sus grandes caderas sobre el colchón. La mujer emitió un gemido de placer. Barnet la sujetó por las nalgas, colocó los pies de la mujer sobre sus anchos hombros y volvió a embestir. La gruesa polla colorada desapareció en el negro coño de María para aparecer otra vez, húmeda y dura, y hundirse de nuevo. El colchón crujía, María gemía y el capitán Barnet no pronunciaba sonido alguno.

—Hable —dijo al fin.

Klaus se sentó en el borde del colchón y observó la escena con interés.

—Se trata de Jack Rackham.

Notó cómo las venas del cuello de Barnet se hinchaban. Agarró con más fuerza a la mujer y se detuvo unos momentos, removiéndose en su vagina. María dijo algo en español que, según Klaus entendió, debía de ser una obscenidad de algún tipo.

—¿Qué pasa con él?

—Sus recientes actos lo han convertido en una molestia para la Corona. —Klaus le hizo una señal a Françoise, que se arrodilló frente a él y tomó su pene en la mano—. Tengo entendido que usted tiene una deuda pendiente con él.

—Es una deuda privada y que no puede saldar el dinero.

—No nos importa su naturaleza. Queremos saber si se cree capaz de acabar con ese gusano y su barco por una recompensa de dos mil reales de a ocho.

Klaus iba a añadir algo más, pero Françoise comenzó a lamerle la punta del pene y se lo metió en la boca. Por un instante solo sintió el tacto de los labios y la lengua de la chica; le puso la mano en la cabeza y cerró los ojos para disfrutar de esa sensación. Cuando los abrió, observó que Françoise miraba a Barnet y se molestó un poco.

—No dispongo de barco en este momento —dijo Barnet, que les dirigió una breve mirada. Tenía los ojos pequeños y claros. Salió de dentro de María y colocó su polla entre los pechos de la mujer—. Necesitaría un adelanto de seiscientos reales para reunir todo lo necesario.

—Trescientos.

Barnet sujetó los pechos de María con sus manazas y comenzó a frotarse contra ellos con movimientos similares a los de antes. Parecía estar pensando. Apretaba los pezones de la mujer con la yema de los pulgares mientras María se retorcía, gruñía, blasfemaba en español y gemía sin dejar de mirar a las tres personas en la habitación.

—De acuerdo —dijo Barnet.

Klaus echó un vistazo al frente. Françoise seguía entregada a chuparle la polla y tenía ganas de gozar del momento, pero si se inclinaba más sobre la cama, su brazo tocaría la piel áspera y peluda de Barnet. Acabó por levantarse y cambiar las tornas, colocando a Françoise sobre la cama junto a la pareja, mientras él permanecía de pie.

—Una cosa —dijo Barnet con voz algo más profunda.

—Dígame. —Klaus se movió y tomó el rostro de Françoise en las manos para introducir más profundamente su pene en la boca de la mujer.

—Conmigo no hay medias tintas. Si capturo a Rackham, solo le entregaré su cabeza. El resto pueden darlo por perdido.

—Entiendo —murmuró Klaus—. Oh… Condiciones aceptadas.

Podría haberle prometido la luna en esos momentos. Françoise chupó con más fuerza y le cogió los testículos con la otra mano. Klaus jadeó. Vio que María estaba acariciando a Françoise entre los muslos mientras permanecía agarrada a las sábanas, y que el capitán había intensificado su ritmo. Barnet apretó las enormes tetas de la mujer contra su polla, se movió más rápido aún y, apenas ensanchando las aletas de la nariz, disparó un manantial de semen que aterrizó sobre el rostro y el cabello de María, las nalgas de Françoise y hasta el muslo de Klaus. Continuó moviéndose más despacio mientras empapaba los pechos, el estómago y por fin el vientre de la mujer.

—Por fin, guapetón —ronroneó María—. Se ve que tienen que hablarte de un sucio pirata para que te corras.

Barnet se secó el sudor de la frente y se apartó de la prostituta, que tomó a su vez un pico de la sábana para limpiarse. Klaus entrecerró los ojos y se concentró. Quería acabar en la boca de Françoise, a ser posible con una cantidad de esperma similar a la de Barnet. Quería verla hacer esfuerzos para no lograr tragarlo y ver como el líquido se derramaba por su barbilla hasta llegar al suelo.

Sin embargo, Barnet echó a perder sus fantasías al tocar a Françoise por la misma zona donde María había estado hurgando. Klaus sintió el estremecimiento de placer de la muchacha y cómo su boca succionaba el pene con más intensidad. Trató de no mirar, pero era imposible no pensar que no era él el artífice de aquel placer. Se apartó, incómodo, mientras Barnet se tumbaba junto al cuerpo saciado de María y metía su rostro bajo las nalgas de Françoise.

—Si quiere el dinero, venga a verme al edificio del gobernador —dijo Klaus al fin—. Tendrá que ser pronto, pues la isla adolece de ciertos problemas de liquidez.

Barnet emitió un gruñido que solo podía ser de aprobación.

 

5

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—¿Está ya lista? —preguntó la voz de Jack Rackham tras la puerta.

—Un minuto, capitán —respondió Rita.

Sumergió el pincel en el negro tintero y volvió a aplicarlo sobre la ceja de Mary, que se estremeció. Aquel pincel estaba húmedo y frío. Rita le había explicado que la pintura no era permanente, pero que pasarían semanas antes de que comenzara a desvanecerse.

Rita era una esclava mulata de origen indefinido, de piernas cortas pero bien torneadas, nariz afilada, pelo negro y una boca grande y sensual. Era bastante mayor que Mary y parecía haber visto mucho más mundo. Sin embargo, lo primero que Mary había visto de ella eran dos largas orejas de lana negra, que colgaban de su cabeza en una especie de diadema.

—Ah, mi pequeña mascota —la había saludado Jack, y se había inclinado para acariciarla—. Te traigo compañía. Tú te encargas de prepararla, ¿sí?

Mary no daba crédito. La mujer había saludado a Jack a cuatro patas, había lamido sus manos como un perro y se había restregado contra su entrepierna en señal de afecto. Después se había erguido sobre sus piernas, había mirado a Mary con ojo crítico y se la había llevado para ocuparse de ella. Sin contemplaciones, desabrochó los botones de su camisón y lo hizo caer al suelo. Instintivamente, Mary se apartó e intentó taparse.

—Es tu primera vez, ¿verdad? —dijo Rita.

—¿Sobre un barco pirata o como mascota? —respondió la muchacha.

—Ambas. Se nota, pero no te preocupes. Es de los mejores trabajos que puedes tener en el mar. Pocas veces corres peligro de verdad, sueles recibir buen trato y tienes derecho a compartir los tesoros del capitán… o en tu caso, de la capitana. Déjame ver. —Apartó los brazos de Mary y la examinó—. No, a ti no te queda bien algo como yo. Creo que ya sé lo que vamos a hacer.

Se dio la vuelta y Mary observó que llevaba una cola peluda y negra, que cimbreaba a cada paso. Su uniforme consistía exclusivamente en varias tiras negras enredadas por el cuerpo y un collar de perro. Los pechos y las nalgas quedaban casi al descubierto, y estas se expusieron obscenamente mientras Rita se inclinaba y buscaba algo en el último cajón de una cómoda. Mary bajó la vista, sonrojada.

—Ven, ponte esto.

Rita le alargó unos leotardos de color beis y lo que parecía un corpiño de aspecto cobrizo. Mary obedeció. Rita coronó su obra con una diadema similar a la que ella llevaba, pero en lugar de dos orejas lanudas, colocó en ella dos pequeñas puntas triangulares de terciopelo marrón. Por entonces, Calicó Jack ya había comenzado a golpear la puerta.

—Rita, pequeña, ¿has terminado ya? Quiero ver lo que sale de tus manos.

—Los dos son de todo menos pacientes—le susurró Rita a Mary, mientras tomaba su caja de útiles de maquillaje y la colocaba a su lado—. Enseguidita, capitán —respondió con voz engolada.

Arrancó sin compasión los pelos que sobresalían de las cejas de Mary con unas pinzas y procedió a decorar su rostro con pintura. ¡Dios mío, dame fuerzas!, pensó Mary, que sentía la fría humedad del mar en sus hombros desnudos. No solo he caído en las garras de unos piratas, sino de unos piratas completamente chiflados que me disfrazan de mamarracho.

Cuando Rita terminó, dio permiso a Calicó Jack para entrar. Este asomó la cabeza, abrió mucho los ojos y se llevó la mano al pecho.

—Rita, ¡santo cielo!… Creo que es tu mejor obra…

Extendió la mano para rozar a Mary, pero se lo pensó mejor. Dio una vuelta en torno a ella mientras la muchacha permanecía tensa, rígida, y Rita, orgullosa, le mostraba las partes mejor colocadas con una sonrisa.

—¿Os gusta, capitán?

—Ya lo creo. Estimada Mary, no sintáis vergüenza. —Levantó la barbilla de Mary y la miró a los ojos—. Aunque este atuendo sea algo revelador, sigue siendo distinguido. ¿Sabéis? Hubo una época en que navegábamos con cinco o seis mascotas, todas hermosas y diferentes. ¿Queréis que os cuente una historia?

—Temo no estar vestida para la ocasión —se disculpó ella.

—Llevas el mejor traje. —El pirata fue hacia una vitrina de madera de sauce, sobre la que había un pequeño barril. Sacó varias copas plateadas y procedió a llenarlas—. Sentaos tranquilamente y bebed. ¡Sentaos!

Mary vio que Rita se reclinaba en los cojines estampados que había en mitad de la estancia y aceptaba la copa de manos del pirata. Sus ojos se movieron rápidamente de la figura de la exuberante mulata a la puerta, pero vio que Jack se acercaba a ella y le ofrecía otra copa con ojos que no admitían réplica. Con los ojos bajos, dio un sorbo y arrugó la nariz. Rita la miró y levantó una ceja.

—¿Es que no te gusta el brandy, niña? —preguntó.

—No suelo beber alcohol.

—Una lástima. —Calicó Jack vació su copa y se sirvió más—. Es muy difícil beber otra cosa en alta mar. ¿Dónde estaba yo? —Se acomodó junto a Rita y le acarició el pelo—. Ah, sí. Una gran época. Llevábamos una nave preciosa, llamada la Divina, con unos veinte marineros, diez esclavos y todas aquellas muchachas, a cada cual más hermosa. Entre ellas había una jovencita de piel morena que en ocasiones deleitaba a la tripulación con su… voz. Una perrita deliciosa que no tenía más que hacer que abrirse de piernas por las noches para su capitán y tentarlo día tras día con mordiscos cariñosos y orejas peludas.

—Me halagáis, mi capitán —susurró Rita.

Jack acarició el rostro de su mascota, que le mordisqueó la mano. Mary tragó saliva y miró disimuladamente aquellos largos dedos. Muy a su pesar, tenía que confesarse que ese hombre la atraía. Estaba segura de que no era por su gusto en el vestir, así que solo podía atribuirlo a una calentura causada por el sol.

—¿Qué ocurrió? —preguntó para desviar la atención del pirata.

Jack se echó hacia atrás sobre los cojines y miró hacia arriba con expresión soñadora. Por debajo, Rita echó mano del bulto que había comenzado a formarse en aquellos delgados pantalones naranjas y le desabrochó el cinturón.

—Digamos que nos hicimos un poco mayores y empezamos a fantasear con establecernos. Era algo que antes nunca se nos había pasado por la cabeza a Bonn y a mí. Llevábamos una vida de placeres. —El capitán detuvo a su mascota—. Suave, perrita mía. No querrás asustar a Mary tan pronto.

Rita echó apenas una mirada en la dirección de Mary. Después procedió a desabrochar el chaleco verde y la camisa. Apartó la ropa del capitán despacio, descubriendo un pecho bronceado, con un aro que atravesaba uno de los pezones y el tatuaje de una sirena junto al cuello. Era delgado, pero de músculos bien delimitados.

Mary miró hechizada como Rita pasaba las manos por aquella piel y tiraba apenas del aro del pezón. Volvió a sentir el calor que la había invadido mientras estaba en la jaula de cubierta y miró una vez más a la puerta cerrada. Quería escapar de allí… ¿Seguro?, pensó. Una cosa era ser un poco libertina, y otra muy diferente convertirse en la mascota de un pirata. Pero no podía evitar sentir algo de envidia mientras Rita deslizaba la punta de la lengua por aquel pezón y bajaba poco a poco hacia abajo hasta el ombligo, del que partía una línea de vello oscuro perfectamente delimitada que se introducía en el pantalón.

—Y… —murmuró, solo para que Jack la mirara—. ¿Y entonces?

Calicó Jack dejó la copa en el suelo, a su lado. Mary vio cómo manipulaba las tiras del traje de Rita, que por entonces le daba la espalda, y las deslizaba hacia abajo. Sus ojos se volvieron de Mary a los pechos de la mascota.

—Las otras mascotas… —dijo el capitán, deslizando las grandes manos por los costados de Rita— y los esclavos… comenzaron a tener una relación más íntima. Por supuesto, es difícil vigilar a tanta gente y gobernar un barco al mismo tiempo, incluso para dos almas fogosas como Bonn y yo.

Sus últimas palabras se vieron apagadas por los labios de Rita, que se había tumbado encima de él. Mary los vio besarse y acariciarse, con el rabo peludo de la mascota cimbreándose entre sus nalgas. Un nuevo pinchazo la aguijoneaba entre las piernas; sentía que se entre sus nalgas desnudas se abría paso la humedad, y no sabía bien cómo sentarse ni adónde mirar. Azorada, dio un largo trago al brandy y apuró la copa antes de volver a echar un vistazo por encima.

Rita había descendido a la entrepierna de Jack y tiraba de sus botones. Mary contuvo una exclamación de sorpresa cuando vio aparecer un pene bronceado y erecto por entre los rizos del pubis. La mascota se apartó un poco, lamió la base, retiró un poco la piel y Mary vio que se inclinaba para introducirse el pene en la boca. Mary abrió mucho los ojos. Calicó Jack dejó escapar un jadeo y separó un poco más las piernas. Rita se tragó el miembro entero y luego se separó para volver a metérselo.

Mary se sentía horrorizada y fascinada. No podía apartar la vista de la escena del capitán Rackham y su mascota, a escaso metro y medio de ella. No parecían sentir el más mínimo recato por su presencia; si acaso, se diría, esta excitaba aún más su pasión. Mientras Rita se movía arriba y abajo contra el pene de Jack, este miró a Mary y sonrió.

—¿No tienes curiosidad por saber cómo acaba la historia? —preguntó el capitán.

Mary trató de responder, pero no pudo. Sintió que la sangre le recorría las mejillas y se sonrojaba hasta la raíz del pelo. A decir verdad, había perdido todo interés en el relato. Solo quería pasar un rato sola y que la dejaran en paz. Sabía lo que era necesitar intimidad después de que un mozo la acariciara, pero aquello era distinto. Iba a necesitar horas para reponerse de lo que había visto, y no precisamente para descansar.

—Puedo imaginar que los esclavos mantenían frecuentes… relaciones con las mascotas, de índole carnal —dijo.

—Pobres mascotas —convino Jack—. No las atendíamos como se merecían. ¡Ay! Suave, pequeña, en serio. Hoy pareces un tiburón.

Rita emitió un sonido ahogado de disculpa, se apartó un poco y comenzó a besarle los testículos mientras le acariciaba el pene con la otra mano. Mary comenzaba a pensar que había enloquecido. Quería seguir viendo aquello, pero sabía que no podría resistirlo mucho más. La sangre de mi madre… Aquello no era ella, no; era un ancestro que se había metido en su cuerpo, que se acercaba centímetro a centímetro a la escena, que abría los labios y que dejaba escapar un pequeño suspiro ante la visión. La sonrisa de Calicó Jack se ensanchó y la sirena junto a su cuello se tensó.

—¿Os traicionaron? —murmuró Mary.

—Actuaron durante la noche —dijo la voz jadeante de Jack—, un día que habíamos anclado cerca de Tortuga y todo el mundo estaba demasiado borracho para hacer nada. ¿Y cómo iba yo a desconfiar de ellas? Las mujeres siempre han sido mi perdición.

—¿Y cómo acabó todo? —Mary se acercó un poco más.

—Como acaban las mayores aventuras. Horadaron el casco del barco. —Jack se sujetó el pene y apartó suavemente a su mascota, que reptó para colocarse detrás de él—. Sacaron unas herramientas escondidas y, todos juntos, comenzaron a cavar…, a golpear…, a destrozar. Pronto abrieron una brecha por la que penetró toda la fuerza del mar.

Se acariciaba con vigor y Mary fue de pronto consciente de que estaba a escasa distancia de aquella mano, de aquel pene hinchado que parecía mirarla. Entonces sintió una mano contra su nuca y, de súbito, el trozo de carne estaba en su boca; quiso apartarse, gritar, pero las manos la sostenían con fuerza en posición y el pene se frotaba contra su lengua y sus labios.

Entonces sintió un temblor y la boca se le llenó de algo tibio, untuoso. Tragó lo que pudo y dejó que el resto se deslizara de su boca a los cojines estampados antes de echarse hacia atrás tosiendo y jadeando. Enfrente de ella, Calicó Jack dejaba escapar un suspiro complacido y Rita se reía entre dientes.

—No te enfades —dijo ella—. Se te veía muy interesada.

Se acercó a ella y la besó en los labios. Incluso en su desconcierto y enfado, Mary se dio cuenta de que lo que la mascota quería era saborear al capitán. Que no tenía un sabor nada desagradable, a decir verdad. Calicó Jack se rio también y se disponía a abrazarlas cuando, de pronto, alguien abrió la puerta de cubierta y comenzó a bajar las escaleras a buen paso.

Jack saltó como si le hubiera picado una avispa, se colocó el pantalón naranja y miró a Rita con desesperación. Esta se levantó a trompicones, agarró el camisón de Mary, que yacía sobre la silla de al lado, y limpió el rostro y el cuello de la muchacha con tanta fuerza que Mary soltó un grito ahogado. Los pasos se acercaron.

—Soy yo —dijo alguien y, tras llamar a la puerta, abrió.

A Rita le dio tiempo de arrojar el camisón sobre los cojines y colocarse encima, tumbada bocabajo. Anne Bonny entró en la pequeña estancia. Sus ojos verdes se fijaron primero en Mary; de allá se deslizaron a Calicó Jack, a la mulata con cola de perro en el suelo y de nuevo a Mary.

—¡Bonn, cariño! —dijo Jack—. Qué bien que ya estés aquí. ¿No has tardado demasiado poco? Quiero decir: ¿no has tardado mucho?

—¿Qué ocurre aquí? —gruñó la pirata.

—¿Qué va a ocurrir? —El capitán puso gesto de no entender nada—. Le he estado contando a Mary la historia de la rebelión de las mascotas. Pensé que, ya que va a viajar con nosotros, era justo que supiera algo de nuestro pasado.

Anne Bonny se quitó el sombrero, agitó su roja melena y volvió a mirar a las tres personas en el camarote. Mary tragó saliva y sintió un escalofrío; Calicó Jack esbozó una sonrisa, y Rita movió las caderas y la cola desde el suelo.

Anne golpeó a Jack con el tricornio.

—Eso por contar viejas historias —rugió, y volvió a golpearlo más fuerte—. ¡Y eso por tocar a mi mascota sin mi permiso!

—¡Pero, mi vida! —El pirata se refugió detrás de Mary—. Me juzgas mal. No he hecho absolutamente nada.

—¿Ah, no?

Anne Bonny se dio la vuelta. Mary vio sus ojos relampagueantes… y de pronto sintió, de nuevo, una mano que se le posaba en la nuca y tiraba de ella. Antes de que pudiera darse cuenta, Anne Bonny la había besado. Mary sintió una lengua que se abría paso entre sus labios y penetraba en su boca; era tan extraño, y a la vez tan excitante, que por un instante cerró los ojos y correspondió al beso; pero entonces la mujer se apartó de ella y volvió a azotar a Jack repetidas veces con el tricornio.

—Reconozco perfectamente ese sabor. ¡Sinvergüenza! ¡Mentiroso!

—¡Ay! ¡Oh! Cariño, un poco de calma, por favor. ¡Ah! ¡Oh! Sí, ¡más!

Anne zurró a Jack y le dio una patada en el trasero. El pirata giró el pomo y salió corriendo del camarote. Tras él se deslizó Rita, a cuatro patas y más deprisa de lo que Mary había pensado que ninguna persona podría correr en esa posición. Se levantó para seguirlos, pero Anne Bonny se interpuso.

—¿Adónde crees que vas?

Mary se quedó helada. Anne se calmó un poco y se metió la mano en el bolsillo del chaleco. De él sacó un collar rojo de metal y cuero que se parecía al negro que Rita llevaba al cuello. Se puso detrás de Mary, apartó sus cabellos casi con delicadeza y le colocó el collar.

—Esto te reconoce ante los ojos de los demás como mi mascota —dijo mientras se lo abrochaba con un clic—. Y visto que eres más ligera de cascos de lo que pareces, no está de más que lo exhibas como recordatorio. No intentes quitártelo; solo Jack Rackham y yo conocemos el sistema de cierre, y solemos tomárnoslo muy a mal si vemos que ha sido manipulado.

Mary asintió con fuerza.

—Si en algún momento considero que te has portado mal o has infringido tus deberes como mascota, te castigaré atando este collar a alguna cadena que, si me parece, entregaré a alguien para que haga lo que quiera contigo. Por supuesto, puede haber otros castigos según la gravedad de la falta, y creo que ya te he dado pruebas suficientes de que conmigo no se juega. ¿Estamos?

—Sí —farfulló Mary.

—¿Sí, qué? ¿Es que no te han enseñado nada esos dos inútiles? Cuando te dirijas a mí, dirás: «sí, mi capitana».

—Sí, mi capitana.

—Mejor. Ahora sígueme. Estoy cansada y quiero retirarme.

Anne salió de la estancia, pero dirigió una mirada severa a Mary cuando esta intentó seguir sus pasos.

—En cubierta eres libre de ir como te plazca, pero aquí debes caminar a cuatro patas. No hay ninguna excepción.

Perpleja, Mary colocó las manos en el suelo y trató de hacer lo que se le ordenaba. La madera del suelo del barco le clavaba astillas en las manos y le costaba sortear los obstáculos. Siguió a Anne Bonny lo mejor que pudo hasta su camarote.

Allá, la pirata encendió un candil y comenzó a desnudarse. Mary pasó tímidamente la vista por los símbolos religiosos colgados encima de la cama —entre ellos, un rosario negro como la pez— y los libros, mapas y artilugios marítimos sobre la mesa de lectura.

—Mi capitana —dijo con cuidado—, ¿os gusta leer?

Anne Bonny colgó su sable al lado de la cama y se desató el nudo de la camisa.

—Apenas conozco bien el alfabeto —confesó—, pero estoy aprendiendo. Se puede decir que soy la persona más culta de este barco, lo cual no es mucho. Yo fui quien descubrió primero las fuentes escritas de Barbavioleta, pero ahora confío en que tú sabrás interpretar correctamente las notas de tu padre.

Se quitó la camisa y se quedó completamente desnuda. Mary se sorprendió al descubrir que tenía un cuerpo similar al suyo, con pechos turgentes y caderas generosas. Parecía mucho más grande cuando se vestía de hombre, pero en realidad apenas era más alta que Mary.

—Acércate —dijo mientras se metía en la cama.

—Oh, sí —respondió Mary—. ¡Perdón! Sí, mi capitana.

Trotó a cuatro patas hasta el jergón. Anne Bonny la miró a los ojos. Mary tragó saliva. Aun careciendo de experiencia con cuerpos desnudos (si exceptuaba la reciente vivencia que todavía podía saborear), tenía una idea lo que podía esperar; y para ser sinceros, no le resultaba tan horrible como había creído al principio… o quizás era que el brandy había hecho su efecto. La escena con Jack y Rita la había dejado empapada. Por vergonzoso que fuera admitirlo, tenía unas ganas terribles de que alguien le levantara la falda, azotara sus nalgas desnudas y luego frotase su botón del placer como lo hacía ella en las noches solitarias hasta llegar al éxtasis. Y Anne Bonny, a pesar de su mal genio, le producía tanto temor como fascinación. Sí, no tenía nada que objetar a que fuera precisamente la pirata quien le levantara la falda, hurgara con sus dedos en ella, le dijera «pero cómo te has puesto, zorra» y la sujetara mientras le daba allí mismo una palmada, otra, otra, y otra… «Por mil demonios, pero si esto te gusta y todo. Vas a recibir todavía más».

—En fin, creo que el día ha sido lo bastante duro para las dos —dijo entonces Anne Bonny, rompiendo en mil pedazos la fantasía—. Puedes coger ese almohadón y esa manta y echarte a mi lado. Una cosa más: a veces Jack Rackham dormirá aquí y, en ocasiones, yo me iré con él. Él es la única persona, y repito, la única además de ti, que tiene permiso para entrar en este camarote. ¿Está claro?

—Sí, mi capitana —respondió Mary Read.

Y, con un largo suspiro, se hizo un ovillo a los pies del jergón.

CONTINUARÁ

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Diana Gutiérrez (@djangomar)
http://www.dianagutierrez.net/

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