Un pavo rosa tras los focos: El hombre de La Mancha, los musicales y el kitsch

¡Hoy es el día en que sale a la venta el acto I de Un pavo rosa! Y esta es la penúltima entrada de Un pavo rosa tras los focos, en la que intentaré responder a preguntas como “¿pero por qué un musical? ¿Pero por qué El hombre de La Mancha?”.

En las entradas anteriores he hablado de mi vida preadolescente, adolescente y universitaria. El último año de mi carrera me fui a Alemania con una beca Erasmus.

A mi facultad no le sobraban las becas y yo acabé en lo que probablemente sea la ciudad más fea que hayáis visto jamás: Bochum, en la cuenca del Ruhr. El Ruhr es un afluente del Rin, por la zona de Düsseldorf y Colonia, y toda su cuenca es una zona tradicionalmente industrial. Con increíbles explosiones de naturaleza, eso sí. Por ejemplo, nosotros teníamos que cruzar un bosque entero (porque de bosquecillo nada, aquello era un BOSQUE) para ir a una de las tabernas de las residencias universitarias. En medio del BOSQUE había un único y solitario farol que marcaba más o menos la mitad del camino.

Pavo_narnia

En aquel oscuro y germánico lugar también creían en Narnia.

ALEMANIA con MAYÚSCULAS

Alemania era grande. Los alemanes eran grandes. Los lavabos y váteres eran grandes. Había ropa de mi tamaño y aún más grande. Los trenes eran grandes, las residencias eran grandes, caían grandes cantidades de nieve que formaban grandes capas. En las tabernas del barrio se bebía a lo grande.

Aunque había muchas cosas de Alemania a las que me costó adaptarme (y no, ninguna tiene que ver con la escasez de jamón serrano), en el aspecto académico recuperé parte de la ilusión que la facultad me había machacado. Había tenido profesores estupendos que me habían hecho pensar e interesarme por sus asignaturas, pero un 70% de mi currículum se componía de materias que repetían temarios y que, además, no me interesaban en absoluto.

En mi facultad de Madrid, todo el mundo daba por hecho que queríamos trabajar en el cine o, si no era posible, en los servicios informativos de alguna cadena de televisión. Yo nunca había sentido con fuerza la llamada de la profesión audiovisual, sobre todo por la normalización académica y laboral que comportaba. Los rodajes me estresaban, la complejidad técnica de las cámaras me hacía sudar y, sinceramente, me importaba un pito qué equipo de fútbol hubiese ganado la liga. No entendía por qué tenía que saberme esas cosas como condición sine qua non para aprobar algunos exámenes. Podía recitar los nombres de los finalistas de Eurovisión de los últimos años, sabía quién había sido la última plusmarquista de atletismo y podía describir la influencia de los libros de Enid Blyton en Harry Potter, pero eso no importaba. Una vez más, el rodillo del común denominador de los gustos se imponía, incluso en un entorno supuestamente erudito. Y se ve que lo que a mí me interesaba, fuera arte, deporte o literatura, era digno de ser mirado por encima del hombro como una frikada.

Eso fue hasta que llegué a Alemania.

Alemania es una de las cunas del kitsch y el camp. Solo hay que decir que prácticamente inventaron el eurodance. En Alemania no sienten vergüenza si los platós de sus televisiones parecen sacados de los años setenta. No les da vergüenza ir por ahí peinados a lo Farrah Fawcett. No les importa poner a Bananarama en un bar. Ni bailarlo. Si bailan mal, no es su problema. Si les gusta una música ratonera, no es su problema.

A Alemania, en muchos sentidos, le falta toda la vergüenza y esa urgencia continua de aparentar ser más y mejor que por aquí nos sobra.

No, tu Todd Solondz no mola más que mi Jan Švankmajer

Nada más lejos de mi intención que destacar las maravillas de Alemania. Solo digo que cuando una estudiante a la que le encanta la cultura popular, pero que no tiene ningún deseo de ser parte de la élite de los creadores de cultura popular, se topa con los cursos de la Universidad de Bochum, es normal que sienta una descarga de adrenalina.

Por primera vez, en la universidad no era ningún problema que a mí me interesaran las películas de género o el cine de palomitas. Muchos de los profesores tenían intereses parecidos. De hecho, les parecía muy bien que alguien quisiera investigar sobre el terror slasher, sobre los dibujos animados europeos, sobre Daria o sobre Star Wars. No consideraban, como me ocurría en España, que alguien interesado en Todd Solondz era automáticamente mejor y académicamente más válido que yo. (Entre otras cosas, porque se da la casualidad de que a mí también me gusta Todd Solondz, solo que a lo mejor mi afán investigador recae en otras cosas.)

Me volví loca escogiendo asignaturas como:

  • Análisis del rol estructural de las telenovelas
  • El cine de Bollywood
  • Televisiones y medios de comunicación en Oriente Medio
  • Historia del cine musical
  • Conceptos del placer en la televisión y el cine

Cuando la vicedecana vio mi propuesta de programa, levantó una ceja y me preguntó:

—¿Y cómo quieres tú aprender a realizar un informativo con una asignatura que se llama… conceptos del placer?

Probablemente argumenté que los conceptos del placer me servirían para tener una perspectiva más relajada a la hora de hacer esas cosas, pero lo que me habría gustado contestarle era más bien: “¿Y cómo no sabes tú que esta es una carrera-batiburrillo, una carrera donde lo mismo me podía gustar el cómic que la radio o las películas porno, y que yo solo me metí aquí porque me fascinaba la cultura pop y no querré nunca realizar un informativo?”. Da igual. Coló, o tuvieron que tragar porque tampoco había mucho más.

La vida es un carnaval

Cuando empecé el curso, dedicaba los martes enteros al cine musical. Por la mañana teníamos la historia del género y, por la tarde, clase de Bollywood con proyección de película incluida. Llegaba a casa por la noche, henchida de música y felicidad.

Siempre me habían gustado las películas musicales. Me fascinaba ese frágil equilibrio entre lo alegre y lo triste, lo impostado y lo auténtico. Una película musical podía contarte cosas durísimas mientras los personajes cantaban y bailaban con una sonrisa (como bien reflejó Bailando en la oscuridad).

Por entonces el género musical no se hallaba en su cota más alta de popularidad, aunque poco a poco despuntaba. Acababa de estrenarse en Estados Unidos ese hito sobre las tablas que fue Wicked. No existían Mamma Mia, We Will Rock You, Hoy no me puedo levantar, y nadie quería llevar al teatro El rey león. (Nota: Paz me ha sacado de mi error, El rey león se estrenó en teatro a finales de los 90.) No había apenas compañías que pusieran en marcha grandes musicales y, en mi facultad, a nadie se le habría ocurrido hacer una reivindicación del género en el cine, con la posible excepción de la reciente Chicago, que al menos tenía el rollo trágico de película póstuma.

En Alemania aprendí muchísimo y vi muchas películas musicales. Me decepcionó Ha nacido una estrella, reconocí el atractivo de West Side Story, me encantó Los paraguas de Cherburgo. Fuimos desde El cantor de jazz hasta los vídeos musicales. Y por la tarde, las películas de Bollywood me abrían un mundo, este sí, totalmente desconocido. Si Alemania era un lugar donde el kitsch campaba a sus anchas sin vergüenza, la India jugaba en otra división, simplemente.

Una de mis películas favoritas fue Kuch Kuch Hota Hai. En ella había uno de los triángulos amorosos típicos de las películas de Bollywood, pero la diferencia era que este triángulo estaba formado por dos chicas y un chico (suele ser al revés) y, además, la película era en gran parte una comedia. Me gustaba que en Bollywood concebían sus productos como una mezcla de emociones y no como algo adscrito a un género concreto. Era el concepto de masala, “un poco de todo”. Canciones incluidas, por supuesto.

Nuestro trabajo final fue sobre Devdas (2002), un remake de un dramón clásico extremadamente prolijo en lo visual. Sus juegos con el color y la composición eran fascinantes. He vuelto a verlo varias veces con otras personas, y hace no mucho escuché una melodía en un paki y corrí a preguntarle al dependiente si eso que sonaba era parte de la banda sonora de Devdas. Se quedó muy sorprendido… ¡No sabía la cantidad de veces que había tenido que verme las escenas de coreografías para tomar notas y sacar capturas!

Un pavo rosa entra en juego

Flash-forward de casi dos años hasta el momento en el que germina en mi cabeza la idea de Un pavo rosa. Pensemos en esa estudiante que llevaba esas pintas de Eduardo Manostijeras. Vale, pues se las ha quitado; ahora va más bien colorida, como las películas que le gustan, en plan hippy pero con menos arte. Imaginadla sola en una habitación de Barcelona, ya explicaremos cómo ha llegado hasta ahí. Pongámosle una botella de vino en la mano, alguna otra sustancia en el cuerpo y varias palomas dejándole regalitos en el alféizar de un patio interior. Suena una canción de Devdas en el ordenador, pero eso es todo lo que queda de la época germana. El ambiente es desolador.

La chica (ya hemos dicho que borracha y viendo elefantes rosas) quiere escribir una novela y sabe que quiere ir de dos adolescentes muy distintas que se enamoran. Tiene claros los referentes temáticos, pero aún no sabe por dónde puede tirar la historia.

De la nostalgia de los colores nace el deseo de escribir una novela que homenajee la época feliz de la vida en la que todo parece nuevo y brillante. Y de la sensación algo alucinógena de irrealidad, de performatividad de la propia existencia, nace la idea de una obra que represente una obra que represente otra obra, y así hasta crear un bucle infinito.

Sí, lo flipaba. Literalmente.

Primero pensé que tal vez podía crear este efecto con las cartas de la baraja y la historia de las cartas de la baraja española. Serían cuarenta capítulos, uno por cada carta. Después abandoné la idea y pensé que lo más sencillo era utilizar la representación de un musical. Pero… ¿cuál?

Pasé fichas y fichas en mis recuerdos, pero ninguno de los musicales que yo conocía se ajustaba del todo a la historia que quería contar. El diluvio que viene era demasiado religioso. Me metí en páginas sobre cine musical y estuve echando un vistazo a los títulos hasta que encontré uno que me llamó la atención: El hombre de La Mancha.

Yo, don Quijote

El hombre de La Mancha (Man of La Mancha) es un musical de Dale Wassermann de 1965 que, ya de por sí, está basado en otra obra de por todos conocida: El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes (por cierto, nacido en Alcalá de Henares). A su vez, podríamos decir que esa obra está basada en las novelas de caballerías de la época, y así hasta el infinito. Es decir, ya de antemano predisponía a la creación de ese bucle de representaciones.

Cuando leí la sinopsis del argumento, lo tuve claro: it’s a match. Cervantes, preso en la cárcel, interpreta a don Quijote. Y la que en la obra es llamada Dulcinea se pasa media obra mandando al diablo al señor Alonso Quijano y diciéndole que ella es Aldonza, la prostituta, y que deje de llamarla de otra manera, que la está rayando mucho porque ella no es esa persona. Y Cervantes/Alonso Quijano/Don Quijote le contesta que la realidad es lo que uno crea y que, si él la ve como Dulcinea, Dulcinea bien puede ser. Aquello le iba a mi historia como un guante. Una de mis chicas sería don Quijote, y la otra, Dulcinea.

Fue un poco complicado encontrar el guion original de la obra, pero por suerte, ahí estaba también la versión en película con Sofía Loren para ayudarme a tener una visión más pictórica del asunto. Lo que más me gustaron fueron las canciones. Y de nuevo, todo iba sobre ruedas: José Sacristán y Paloma San Basilio habían interpretado ese mismo musical en Madrid en 1997, así que me fui a una tienda de discos (por entonces todavía existían) y me compré la banda sonora de la obra.

Los fragmentos de canciones que hay insertados en Un pavo rosa son, más que nada, fruto de darle al stop y transcribir lo que acababa de oír, aunque la mayoría ya me las sabía de tanto escucharlas. Supe que Aldonza era mi canción favorita, que Dulcinea me daría mucho juego y que Yo soy yo, don Quijote me serviría para presentar los juegos de relaciones entre los personajes.

Exactamente este CD doble.

Exactamente este CD doble.

Y la casualidad hizo de las suyas

Este año se conmemora el IV Centenario de la muerte de Miguel de Cervantes. Da la casualidad, la inmensa casualidad, de que no solo se publica el acto I de Un pavo rosa, sino que se volverá a representar en Madrid y Barcelona el musical de El hombre de La Mancha. Aunque ya vi la obra en un pequeño teatro de Alemania, nunca la he visto en español y para mí será toda una experiencia. ¿Vamos juntos?

Los interesados, que sepáis que queremos montar el grupo en Barcelona para el jueves, 25 de agosto de 2016, a las 21:00. Contactad conmigo para coordinarnos. Es probable que también vaya a verla a Madrid… pero en cualquier caso, siempre se puede montar allí un grupo alternativo. Realmente es una obra que merece la pena y, si la han actualizado, puede quedar algo muy interesante.

(No creo que lleguen al punto de que a don Quijote lo interprete una mujer. Pero siempre podéis imaginaros a Álex declamando.)

En la próxima y última entrada de la serie Un pavo rosa tras los focos hablaré de aquella frase lapidaria de mi ex, que hoy se me ha quedado en el tintero, de la accidentada escritura de la novela y de lo que realmente pienso acerca de Nick y Álex. Me quedo con las ganas de contar algo más. Como es lógico, cuando pensé en la obra musical adecuada para el acto I también encontré la que haría el “juego de espejos” en el acto II, y también me emocioné porque cuadraba a la perfección. Pero no tendría gracia si os estropeara la sorpresa, así que de momento me lo callo. Con un poco de suerte, la publicación del acto II coincide con otro aniversario. 😉

[Última entrada: De botellas de vino en Barcelona a… botellas de vino en Barcelona]

Facebooktwitterlinkedintumblrmail

Literatura LGBT y canon literario: ¿influye la orientación sexual en lo que escribimos?

Alguna vez me han preguntado si la orientación sexual influye en lo que uno escribe. Me corrijo: alguna vez me han dicho, normalmente de forma airada, que por qué mi sexualidad tiene que influir tanto en las cosas que escribo.

La orientación sexual influye en lo que uno escribe del mismo modo que todo lo que uno es, lo que ha vivido y soñado, sus inquietudes y obsesiones, influyen en lo que uno escribe. Me sé de grandes escritores que dan vueltas una y otra vez a temas parecidos y fórmulas análogas, aunque con argumentos diferentes (por eso son grandes).

Conozco personas para quienes su orientación sexual está muy desconectada de lo que escriben. En general, en estos casos se trata de lesbianas, grandes escritoras, que escriben sobre personajes heterosexuales o simplemente en géneros donde el romance tiene menos cabida (histórico, thriller, infantiles, etc.). Hay algunas escritoras famosas de este tipo, como Val McDermid. En las personas que he conocido, había una cierta tendencia a pensar que, con lo bien que escribían, no debían centrarse «exclusivamente» en personajes homosexuales (N.B.: algunas NUNCA escribían sobre homosexuales). Incluso una me comentó una vez, motu proprio, que no sabía por qué su propia experiencia sentimental estaba tan desconectada de lo que escribía.

También he conocido el caso contrario. Por ejemplo, las mujeres que escriben (y leen) romance gay son legión, tanto en la fanfiction como en la ficción profesional. La explicación habitual, con la que comulgo como lectora, es que se trata de un ámbito algo menos estereotipado y donde la identificación funciona de una manera distinta, lo que permite una experiencia distinta de lectura. Nisa Arce suele escribir romance homosexual y lo hace estupendamente. Y aunque conozco menos el caso contrario, también he visto escritores a los que les gusta crear personajes de mujeres lesbianas o bisexuales. El cliché dice que este interés es mayormente sexual o estético, pero no siempre es cierto. Algunas de estas historias, que a menudo mezclan el género romántico con la ciencia ficción o la comedia, podría haberlas escrito yo (eso, o mis personajes son tan superficiales como los de estos hombres).

El problema es que mientras que las lesbianas o los gays que escriben sobre pasiones heterosexuales no levantan ninguna ceja, escribir sobre relaciones homosexuales está sometido a un perenne escrutinio. Y parece que, cuando un autor habla a menudo de este tema, tiene que justificar su interés por él de algún modo. Es un poco como si tú escribes con frecuencia sobre vampiros y hombres lobo y la gente viniese a preguntarte que por qué precisamente, de entre todos los temas del universo, eliges hablar sobre vampiros y hombres lobo.

Lo que hay detrás de estas preguntas es la asunción, todavía muy enquistada, de que la literatura «seria» solo abarca una serie de temas y que las relaciones homosexuales no forman parte del canon de la literatura seria. Es un poco como escribir humor: La conjura de los necios solo hay una, y todo lo que no sea La conjura de los necios se considera poco más que un chascarrillo. (*)

En general, uno escribe sobre las cosas que más le interesan o le intrigan. Es totalmente lícito que un escritor heterosexual escriba sobre un personaje homosexual, y viceversa. Incluso si lo hace a menudo. Incluso si lo hace SIEMPRE. Incluso si todos sus personajes son gays o viceversa. Es su mundo y hay muchas razones para su decisión. De algún modo, es parecido a cuando una mujer no escribe «literatura femenina» y por tanto queda fuera del canon. En lugar de cuestionarlo, deberíamos celebrar la diferencia y la posibilidad de que haya distintas perspectivas. Cuestionarse continuamente el por qué de los mundos de un escritor es tan fútil como preguntarse por qué Lorca escribía siempre sobre andaluces.

Con todo, es verdad que la resistencia cuando un autor no es heterosexual y escribe sobre personajes no heterosexuales es aún mayor. Yo misma no estoy libre de culpa. Vuelvo a los casos de autores homosexuales que sí escriben (fundamentalmente) sobre homosexuales. Me encantan los libros de Isabel Franc, pero a veces me he encontrado pensando: joder, necesito un respiro de tanto bollerío. Quizás esto sea en parte porque la llamada «literatura LGBT» siempre ha tenido, y es lícito, un maridaje con el activismo social y político. Muchas de estas autoras escriben con una lectora lesbiana en mente, y no solo eso, sino a menudo una lectora lesbiana y conocedora del ambiente lésbico (algo que no soy). Todos los libros contienen un mundo de referencialidad que se despliega ante el lector; quizás lo que temían las primeras autoras a las que hacía referencia, las que NUNCA escribían sobre homosexuales, era precisamente esto: desviarse del canon generalista de forma que «alienasen» a su lector no homosexual. Porque querían gustar a ese lector, que en el fondo aun hoy es la norma, el crítico: agradarle era un éxito, y no agradarle, un fracaso.

Pero eso no impidió a Jack Kerouac escribir En la carretera describiendo todo un ambiente beatnik que no tenía nada que ver con el de muchos lectores que lo leyeron por primera vez. Eso no ha impedido a muchísimos autores escribir infinidad de libros que hablan de mundos muy concretos, reales o inventados, y que hoy día se han convertido en clásicos. (Los que nos gusta la fantasía sabemos de lo que hablamos; otro género que, a pesar de su historia y su enorme presencia, ha estado siempre relegado a los márgenes y solo con gran esfuerzo se está abriendo camino en la literatura «seria».)

Mi objeción es que, por muy referencial que nos parezca un mundo, el texto (y el autor) tiene todo el derecho del mundo a imaginar su lector ideal como le dé la gana. Y en repetidas ocasiones se ha demostrado que mundos muy específicos conectan con lectores totalmente diferentes por otras razones.

Cuando yo escribo, inconscientemente imagino un lector. En mi caso, como en el de muchos otros autores, soy yo. Yo de jovencita, yo con ganas de reírme, yo nacida unas décadas después o yo muy seria, pero básicamente es alguien que comparte mis características básicas. Mi sexualidad es algo divertido que incluye a hombres y a mujeres, pero sobre todo me fascinan las relaciones entre mujeres, del mismo modo que me intrigan aspectos como la pérdida de la juventud o el control en las relaciones interpersonales.

Con estas premisas, creo que es bastante lógico que escriba lo que escribo. A las personas que se interrogan sobre por qué un 80-90% de mis protagonistas no son heterosexuales me encantaría preguntarles por qué un 100% de sus protagonistas sí lo son, además de blancos, hombres y con una actitud de desprecio+superioridad hacia el mundo que los rodea. Postureo aparte, supongo que esa actitud viene refrendada por la seguridad que da estar en la norma.

Esta entrada está inspirada en el artículo de Junot Diaz sobre la ausencia del aspecto racial en la literatura y en los másteres de escritura creativa.

(*) Hay otra estrategia de invisibilidad/integración en el sistema que consiste en alabar la obra e ignorar estos aspectos en la crítica, de manera que solo te enteras de que una obra contiene humor u homosexuales por pura casualidad. Se da especialmente con la literatura catalogada como… seria.

Facebooktwitterlinkedintumblrmail